Menopausia y sexualidad: cuando el deseo se desliga del mandato
- Carolina Meloni
- 24 may
- 7 Min. de lectura

Introducción: No es el fin, es el giro
Durante años, nos contaron que la menopausia era el final de algo. El final del deseo, del cuerpo “útil”, de la posibilidad de ser personas deseadas. Un momento de decadencia, de pérdida. Pero ¿y si también fuera un punto de giro? ¿Y si en vez de pensarlo como el cierre de una etapa, lo pensáramos como el comienzo de otra, más libre, más propia?
Claro que hay cambios medibles: hormonales, fisiológicos, neurológicos. La baja de estrógenos y el aumento relativo de la testosterona pueden producir modificaciones corporales, cambios en la piel, en el sueño, en la concentración... Pero las personas tienen la posibilidad (y de hecho lo hacen) de experimentarlo de diversas formas. La manera en que vivimos estos cambios está atravesada por el modelo cisheteromedicalista, por los mandatos de productividad, de feminidad y de juventud eterna que nos impone el capitalismo.
No se trata de romantizar, pero tampoco de patologizar. Porque no estamos muriendo. Estamos librándonos de algunas cosas. O, al menos, podríamos hacerlo si los mandatos dejaran de pesarnos tanto.
Sexualidad sin reloj biológico
Una de las trampas más grandes que nos tiende el sistema cisheterosexual, médico y capitalista es hacer creer que el deseo está exclusivamente ligado a la reproducción. Que solo hay sexualidad si hay fertilidad(*). Y que el cuerpo solo vale si responde a la lógica de la juventud eterna.
La menopausia rompe con todo eso. No porque el deseo desaparezca, sino porque se desarma ese guión. Muchas personas reportan que, lejos de apagarse, aparece un deseo más relajado, más conectado con lo propio, con el ritmo del cuerpo, con el placer sin apuro.
Y cuando además desaparece el miedo al embarazo —especialmente en relaciones heterosexuales con penetración—, lo que se pierde no es solo la fertilidad: se pierde el control, la vigilancia sobre el goce. ¿Sabés lo que es coger sin tener que calcular fechas, métodos anticonceptivos, consecuencias? Es un goce que no está atravesado por el riesgo, sino por la posibilidad.
(*) De aquí la prevalencia del mandato de penetración, de orgasmo simultáneo, de heterosexualidad obligatoria, etc.
El mandato de la productividad y la estética
Si hay algo que el capitalismo odia es un cuerpo que no produce. Y si ese cuerpo no responde a los estándares de belleza hegemónica (que no hace otra cosa más que confirmar su potencial reproductivo), lo descarta. Por eso la menopausia —que trae consigo una supuesta “baja de energía”, “ralentización”, “pérdida de atractivo”— se convierte en un terreno fértil para la medicalización y el disciplinamiento.
El cuerpo menopáusico es señalado como ineficiente, desganado, estéticamente incorrecto. Se nos exige seguir rindiendo, trabajando, criando, cuidando, produciendo, deseando y cogiendo con las mismas ganas y la misma performance que cuando teníamos 20, 30. Y si no, algo anda mal. ¿No lubricás como antes? ¿No tenés ganas todos los días? ¿Te cansás más? ¿Te cuesta concentrarte? Automáticamente: “Hay que tratarlo”. Como si no existiera la posibilidad de otros ritmos, otras prioridades, otros modos de habitarse.
Y sobre todo: como si el deseo tuviera que ser eficiente. Como si no pudiera ser lento, cíclico, errático, o simplemente no estar.
También nos pesa la vigilancia estética. El mandato de seguir “en buen estado”, de no “dejarse estar”, de esconder las canas, las arrugas, los cuerpos que ya no son fértiles pero tampoco “ancianos” aún. Nos quieren en una juventud eterna que no incomode, que no cuestione.
Como plantea Naomi Wolf en El mito de la belleza, el ideal estético no es inocente: funciona como un dispositivo de control social sobre los cuerpos con potencial gestante, especialmente cuando estos dejan de ser fértiles. En un contexto donde la juventud se vuelve un capital erótico imprescindible, la menopausia se transforma en una “crisis estética” que habilita la intervención médica, cosmética y farmacológica. “La belleza se ha convertido en el último campo de batalla de la emancipación”.
Pero hay un secreto: cuando aflojamos esa exigencia, cuando dejamos de correr tras ese reloj impuesto, puede aparecer otra cosa. Un deseo que no es para rendir, sino para habitar. Un cuerpo que no tiene que agradar, sino sentirse. Y eso también es revolución.
El miedo al embarazo: un deseo liberado
Muchas personas, sobre todo quienes han tenido prácticas coitales, describen una transformación radical en su vivencia del deseo una vez que desaparece la posibilidad de embarazo. Es como si algo se destrabara. Como si la sombra del cálculo, la responsabilidad, el control y el miedo dejara de rondar la sexualidad.
Por primera vez, pueden entregarse al placer sin pensar en consecuencias. No más anticonceptivos hormonales que alteran el organismo, ni métodos de barrera que puedan vivirse como invasivos, ni miedos de última hora. Lo que aparece en potencia entonces no es solo una sexualidad más libre, sino una más tranquila. Más gozosa.
En contextos en los que el deseo se vio toda la vida atravesado por el miedo, la menopausia puede convertirse en un espacio inesperado de libertad. No es casual que muchas personas reporten una reactivación del deseo justo en esta etapa. No porque "vuelvan a tener ganas", sino porque esas ganas por fin pueden desplegarse sin tantas alertas encendidas.
El mito del nido vacío: ¿pérdida o reapropiación?
Durante décadas nos repitieron que cuando les hijes se van, algo se rompe. Que queda un vacío, una casa muda, una vida sin sentido. Que esa soledad es inevitable, y que sólo puede llenarse con nostalgia o resignación. Lo llaman “síndrome del nido vacío”, como si fuera una patología, un defecto en nuestra capacidad de adaptación.
Pero ¿y si el nido no está vacío, sino disponible? ¿Y si el tiempo que antes estaba ocupado por la crianza, la logística, la preocupación constante, empieza a convertirse en espacio para otra cosa? ¿Y si, en vez de hablar de pérdida, habláramos de reapropiación?
Para muchas personas, esta etapa trae la posibilidad de volver a preguntarse qué desean. No como x/p/madres, no como cuidadores, no como sostén. Como persona sin rol estipulado. Y ahí aparece un terreno nuevo posible: no el de la escasez, sino el de la elección.
La sexualidad, en este contexto, deja de estar subordinada al tiempo del otro. No hay horarios que coordinar, habitaciones compartidas, interrupciones inesperadas. El cuerpo puede recuperar sus propios ritmos, el deseo puede desplegarse sin tanta vigilancia externa.
Y puede pasar también que no haya deseo. Que haya cansancio, desinterés, preguntas nuevas. Eso también es legítimo. Porque el mito del nido vacío impone no sólo la tristeza por la partida, sino también la expectativa de una “segunda juventud”, de una “nueva vida sexual” vibrante. Otra trampa. Otra exigencia.
Reapropiarse del tiempo, del cuerpo, del deseo, no siempre es explosivo. A veces es suave, silencioso, introspectivo. A veces es no hacer nada. Que también puede ser placentero.
Sexualidad en la vejez: lo que no se cuenta
El historiador Angus McLaren, en The French Invention of Menopause and the Medicalisation of Women’s Ageing, analiza cómo la menopausia fue construida como una enfermedad en la medicina moderna occidental. A partir del siglo XIX, los médicos comenzaron a describirla como una etapa patológica que debía ser “tratada”, reforzando la idea de que las mujeres mayores estaban biológicamente deterioradas y sexualmente inactivas. Así, se borró toda posibilidad de imaginar una vejez deseante, activa, placentera.
Entonces: la vejez sigue siendo un tabú erótico. Como si después de cierta edad el deseo se jubilara, los cuerpos se volvieran neutros y el placer dejara de tener sentido. Como si no existiera más sexualidad que la que se juega en la juventud. Pero lo cierto es que muchas personas siguen deseando, explorando y habitando su sexualidad mucho más allá de la menopausia o de la edad “esperada”.
El problema es que casi nadie habla de eso. Y cuando se habla, es con condescendencia o con sorpresa, como si fuera una excepción extravagante, un fenómeno raro. ¿Por qué? Porque la sexualidad en la vejez incomoda. Porque desarma la idea de que el deseo tiene fecha de vencimiento, y expone la trampa del sistema que solo valida los cuerpos jóvenes, productivos y estéticamente adecuados a la demanda mercantil.
Además, en muchos casos, la vejez habilita otros ritmos. Aparece un tiempo más lento, menos condicionado por las expectativas externas, más disponible para el goce sin performance. También se pueden desarmar ciertos mandatos: el de la penetración obligatoria, el del orgasmo como meta, el de la pareja como única forma válida de sexualidad.
Pero no todo es liberación. También hay obstáculos reales: la invisibilización, la falta de representaciones, la escasez de profesionales que acompañen sin prejuicios, la medicalización innecesaria. A eso se suma el peso del edadismo, que patologiza el deseo o lo ridiculiza cuando aparece en cuerpos que ya no responden a la lógica de lo “apetecible”.
Por eso es urgente pensar y hablar de sexualidad en la vejez sin infantilizar, sin minimizar, sin convertirla en un chiste. Hablar de placer, de vínculos, de cuerpos que sienten, que cambian, que se reinventan. Porque si el deseo sigue vivo —aunque sea de otro modo—, entonces sigue habiendo derecho a ejercerlo, a nombrarlo, a defenderlo. Y eso también es político.
Conclusión: Una sexualidad menos obediente, más nuestra
Entonces, ¿y si no estamos perdiendo nada? ¿Y si estamos —recién ahora— empezando a vivir una sexualidad menos obediente? Una que no tenga que probar nada. Que no corra tras el reloj, ni responda a estándares, ni pida permiso. Una sexualidad que no se excuse, que no se compare, que no se maquille.
La menopausia no es el fin de la sexualidad. Es, en muchos casos, el fin de su domesticación. El deseo no desaparece: se transforma, se reconfigura, se desacopla del mandato. Ya no se trata de "seguir funcionando", sino de escuchar lo que el cuerpo (ese cuerpo tan castigado y exigido) tiene ganas de contar.
Y puede ser que haya menos ganas. O ganas distintas. O ganas nuevas. Pero por primera vez, quizás, son ganas que no están puestas al servicio de nadie más que de una misma. Quizás no es el deseo lo que se apaga, sino el deber.
Y ahí, justo ahí, empieza la posibilidad de una sexualidad más libre, más propia.
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