La “recesión sexual”: mito, moral y mercado
- Carolina Meloni
- 23 sept
- 8 Min. de lectura

En los últimos años -sobre todo post pandemia y con mucha más fuerza en las últimas semanas- empezó a circular en medios, podcasts e incluso entre profesionales el concepto de “recesión sexual” (término tomado de la economía, lo cual no me parece casual). Se repite como un mantra: “las nuevas generaciones tienen cada vez menos sexo” o “los jóvenes de hoy tienen la misma frecuencia sexual que los mayores de 65”.
El disparador más citado es un estudio (The Sex Recession: The Share of Americans Having Regular Sex Keeps Dropping”*) del Institute for Family Studies (IFS), una organización norteamericana que se presenta como “de investigación”, pero que en realidad tiene una fuente de financiamiento y una agenda política muy clara: promover un modelo de familia heterosexual, blanca y tradicional, con campañas antiaborto e islamodiantes. Uno de sus principales investigadores, Bradley Wilcox, no solo defiende un orden conservador de género, sino que además tiene un historial de posturas abiertamente racistas. Sin embargo, esa información nunca aparece cuando los medios locales reproducen sus estadísticas como si fueran una verdad científica universal.
Lo curioso (y preocupante) es que hasta los medios más “progres” en Argentina levantan esas cifras sin preguntarse de dónde vienen ni qué intereses representan. Y encima lo hacen como si lo que pasa en Estados Unidos pudiera extrapolarse de manera automática a nuestro contexto, borrando las diferencias socioculturales, políticas y económicas.
Mientras tanto, el mercado se frota las manos: mientras se habla de “recesión sexual”, aparecen campañas publicitarias que intentan capitalizar la supuesta crisis vendiendo productos como si fueran la solución al “problema”. Y así, de pronto, el discurso mediático nos dice que no tener sexo suficiente es un déficit que hay que compensar con consumo.
Pero, ¿qué se entiende por “tener sexo”? ¿De qué sexo hablan esas encuestas? Spoiler: casi siempre del coito heterosexual, dejando afuera masturbación, vínculos sexo-afectivos no convencionales, prácticas BDSM, sexo virtual o directamente las experiencias de las identidades LGBTIA+ (sobre todo la Asexual, prácticamente patologizándola). El panorama se vuelve aún más pobre cuando se instala la idea de que “sexo es salud”, como si se tratara -sólo- de un umbral mínimo de encuentros sexuales necesarios para ser una persona sana.
La idea de pensar críticamente estos estudios es justamente eso: desarmar los discursos sobre la “recesión sexual” desde una mirada situada y no productivista. Porque detrás de los números hay mucho más: edadismo, cisheteronormatividad, coitocentrismo, racismo, mandatos neoliberales de rendimiento, precarización laboral, violencia estructural y un mercado siempre listo para transformar el deseo en mercancía.
1. La fuente: quién habla y desde dónde
El Instituto que produjo el estudio no es neutral. El IFS (Institute for Family Studies) está financiado por fundaciones ultraconservadoras que históricamente impulsaron políticas contra el aborto, contra los derechos LGBT+ y a favor de la “familia tradicional” (sin mencionar la perspectiva racista con financiamiento a campañas islamodiantes). Sus informes siempre buscan reforzar la idea de que la única sexualidad legítima es la heterosexual, matrimonial y reproductiva.
Que medios locales repitan sus estadísticas sin revisar ni una línea de estos intereses es, como mínimo, preocupante. No se trata de “un dato científico”, sino de una herramienta política con un claro sesgo ideológico.
2. Medios que replican sin cuestionar
La cobertura argentina de la “recesión sexual” es un calco de titulares estadounidenses. Lo problemático no es solo la falta de mirada crítica, sino también el hecho de extrapolar una realidad norteamericana como si fuera la nuestra, como si las experiencias sexuales, sociales y culturales fueran homogéneas en todo el planeta, y como si las realidades político económicas del norte global fueran las “ideales”.
En este juego, hasta medios que se autodenominan progresistas caen en la trampa: repiten la narrativa de la supuesta crisis sexual sin preguntarse qué intereses esconde ni cómo invisibiliza experiencias locales.
3. ¿Qué se mide cuando se habla de sexo?
Uno de los grandes problemas de estas encuestas es que definen “sexo” de manera reduccionista: casi siempre como coito cisheterosexual. Esto borra:
la masturbación,
las prácticas no coitales,
los vínculos sexoafectivos queer,
las experiencias kink y BDSM,
y directamente a las identidades asexuales.
El resultado es un concepto empobrecido y excluyente, que deja fuera una enorme diversidad de prácticas y vivencias.
4. “Sexo es salud”: el mandato neoliberal del rendimiento
Muchas notas instalan una idea peligrosa: que tener sexo es un indicador de salud y que, por lo tanto, no tenerlo o tenerlo “poco” es un problema. Es una mirada productivista, como si el placer fuera una tabla de rendimiento, comparable a pasos dados o calorías quemadas. En esa lógica, alguien que tiene sexo “tres veces al mes” sería visto como deficitario, aunque esas tres experiencias hayan sido libres, deseadas y profundamente satisfactorias. Lo que se instala, entonces, es culpa y comparación constante: ¿estoy cogiendo lo suficiente?, ¿fallo si no lo hago tanto como la media?
¿De dónde sale esta idea?
Algunos estudios biomédicos han observado que durante el sexo placentero:
aumenta la frecuencia cardíaca y la circulación sanguínea (similar al ejercicio leve),
se liberan endorfinas y oxitocina (relajación, bienestar, reducción del estrés),
y en ciertos casos se detectaron niveles más altos de inmunoglobulina A, un anticuerpo que ayuda al sistema inmune.
De ahí se desprenden titulares simplistas como “el sexo fortalece el sistema inmune” o “el sexo protege el corazón”.
El problema es que se exagera, (muchos de estos estudios no controlan variables claves: nivel socioeconómico, acceso a salud, alimentación, ejercicio, estrés, violencia, vínculos afectivos); se nomina la experiencia sexual como un dato biomédico (como si lo único importante fuera el efecto en la presión arterial o en las defensas, sin importar si la experiencia fue placentera o incluso si fue deseada), se confunde causa con consecuencia (quizás quienes tienen más salud y bienestar son quienes pueden disfrutar del sexo, no al revés), y se reduce la sexualidad a coito, genitalidad y hormonas.
Lo que no se dice es que el cuerpo tiene mecanismos de autocuidado orgánico (genital), incluso sin encuentros sexuales. Durante la fase REM del sueño, por ejemplo, los genitales reciben riego sanguíneo, hay erecciones y lubricación espontánea, lo cual preserva la funcionalidad vascular y muscular. No tener relaciones sexuales no “atrofia” los genitales.
Y el placer no depende solo del sexo con otra persona: el contacto físico, la masturbación, la excitación sin orgasmo, la risa, el llanto emocional, los abrazos, también liberan endorfinas y oxitocina.
Por eso, la frase “el sexo es salud” es engañosa: lo que es salud es el placer deseado y cuidado, no la frecuencia (y/o existencia) de las relaciones sexuales genitales. El riesgo de este mandato neoliberal es transformar algo íntimo en un estándar de rendimiento.
5. Edadismo y comparaciones tramposas
Otro punto central en el discurso de la “recesión sexual” es el edadismo. Se plantean comparaciones como: “los jóvenes tienen tanto sexo como los mayores de 65” con tono de sorpresa o alarma, como si eso fuera “anormal”.
El subtexto es doble:
Que las personas jóvenes deben estar disponibles, calientes y activas todo el tiempo.
Que las personas mayores no deberían tener deseo o prácticas sexuales.
Así se refuerza la idea de que la sexualidad tiene una curva normalizada (alta en la juventud, baja en la vejez) y que todo lo que se salga de esa norma es problemático.
6. Lo que el discurso borra
Mientras tanto, jamás aparecen en estas notas factores realmente relevantes para pensar cómo nos vinculamos sexualmente hoy: la precarización laboral y la falta de futuro, el colapso ambiental, las violencias estructurales, un genocidio transmitido en vivo, la sobreexplotación del tiempo y el agotamiento cotidiano. Hablar de que “tenemos menos sexo por las pantallas” es una explicación liviana y funcional al sistema. El verdadero contexto —económico, político, social— queda convenientemente invisibilizado.
Eso no significa negar que las pantallas nos afectan. Sí, es cierto: la inmediatez de los estímulos, la sobrecarga sensorial y la demanda constante de dopamina nos atraviesan, nos cansan y muchas veces nos anestesian. La hiperconexión puede volvernos más ansioses, distraídes o desconectades de nuestros propios ritmos corporales. Ese efecto existe, no lo niego.
Pero reducir la llamada “recesión sexual” a un problema de pantallas es un atajo conservador. Porque las pantallas no precarizan el trabajo, no suben el alquiler, no matan comunidades enteras ni privatizan el descanso. El scroll infinito no es la causa raíz de que muches no tengamos tiempo, energía ni condiciones materiales para encontrarnos. Las pantallas son un síntoma y un amplificador, no la explicación total.
7. Mercado, moral y control
El discurso de la “recesión sexual” funciona como un combo perfecto:
Moraliza: instala que hay una manera correcta de vivir la sexualidad.
Controla: define umbrales y tiempos “normales” de inicio o frecuencia sexual.
Mercantiliza: ofrece productos como supuesta solución a un problema que ellos mismos fabricaron.
Todo esto se viste de “dato objetivo” y “preocupación social”, pero en realidad responde a una lógica neoliberal de control de cuerpos y consumo de mercancías.
Entonces
La “recesión sexual” no es un diagnóstico neutral. Es un relato que combina moral religiosa, sesgo científico, intereses de mercado y una buena dosis de edadismo y cisheteronormatividad.
Lo que necesitamos no son titulares que nos comparen con otras generaciones ni estadísticas diseñadas para disciplinar. Lo que necesitamos son espacios libres de juicio, información respetuosa y redes de acompañamiento que nos permitan explorar (o no explorar) el deseo en nuestros propios términos.
Porque no hay una cantidad de sexo “correcta”, ni un momento ideal para “iniciarse”, ni una fórmula universal para vivir el placer. Lo que sí hay son cuerpos, deseos, identidades y contextos diversos que merecen ser respetados y no moldeados a fuerza de estadísticas conservadoras.
* El estudio, sus resultados y otra lectura posible 1) Cada vez menos personas reportan tener “sexo regular”. El estudio muestra que la proporción de personas que dicen tener sexo al menos una vez por semana viene cayendo desde 1990, especialmente en menores de 30. Pero: Definen “sexo” solo como coito heterosexual, borrando todo lo que no encaje en ese molde. Llaman “regular” a una frecuencia arbitraria (1 vez por semana). ¿Qué pasa si alguien tiene sexo una vez al mes y está feliz? ¿O si nunca tiene sexo con otras personas pero disfruta de su autoerotismo? Se instala la idea de que menos sexo = problema, cuando en realidad puede ser solo otra forma de vivirlo. 2) Más jóvenes reportan no haber tenido sexo en el último año. La proporción de jóvenes de 18 a 24 años que no tuvieron sexo con otra persona en los últimos 12 meses creció significativamente. Pero: Lo nombran como “alarma social” en vez de reconocer que puede ser una elección válida, o que refleja cambios culturales en cómo se vinculan las juventudes. No consideran experiencias neurodivergentes, identidades LGBTIA+, ni contextos sociales de precarización. Siguen midiendo la vida sexual solo desde la genitalidad compartida, invisibilizando autoexploración o vínculos no normativos. 3) Diferencias de género: más varones jóvenes sin sexo. El estudio marca que entre varones (cis) jóvenes hay más “abstinencia sexual” que entre mujeres (cis) jóvenes. Pero: Hablan de “abstinencia” como si fuera un castigo o una enfermedad, cuando puede ser decisión personal o inclusive una identidad o una forma de vincularse con el mundo. Siguen reforzando roles de género: los varones deben ser siempre activos y “demostrar” virilidad a través del sexo. No problematizan que en generaciones anteriores muchos “inicios sexuales” de varones se dieron en contextos de coerción, abuso o prácticas violentas normalizadas. 4) Las generaciones mayores mantienen niveles similares de sexo. El estudio remarca como “impactante” que los mayores de 60-65 reporten actividad sexual parecida a la de los más jóvenes. Pero: Se sorprenden porque siguen esperando que la vejez sea sinónimo de asexualidad. Eso es edadismo puro. No celebran que haya deseo y goce en distintas etapas de la vida: lo convierten en un dato de alarma. Además, no explicitan qué entienden por “actividad sexual” en edades mayores (otra vez: coito heterosexual). 5) Causas que señalan: pantallas, porno, redes sociales. El estudio responsabiliza a la tecnología, el porno y las redes por la “recesión sexual”. Pero: Esa explicación es reduccionista y funcional: fácil de digerir para medios, pero ignora factores reales como precarización, falta de tiempo, crisis ambiental, violencias estructurales. No valoriza que las tecnologías también habilitan nuevas formas de intimidad y exploración sexual (sexo virtual, comunidades online, educación sexual alternativa). 6) Conclusión del estudio: “problema social que afecta la salud y la familia”. Para el IFS, menos sexo equivale a menos salud y menos familias constituidas bajo el modelo heterosexual reproductivo. O sea: Refuerzan la idea de que la sexualidad tiene que estar al servicio de la familia tradicional. Siguen usando el mantra “sexo es salud”, un concepto erróneo que transforma el deseo en obligación. No reconocen que hay vidas plenas, saludables y deseantes que no pasan por el coito heterosexual ni por la reproducción.



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