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¿Puede funcionar una pareja entre una persona alosexual y una del espectro asexual?

  • Foto del escritor: Carolina Meloni
    Carolina Meloni
  • 3 jul
  • 5 Min. de lectura

La pregunta parece simple, pero está cargada de presupuestos. En general, cuando alguien la formula, lo que está imaginando es una pareja en tensión: una de las personas “tiene deseo” y la otra no. Una quiere tener sexo, la otra se niega. Entonces alguien va a ceder, alguien va a sufrir, alguien va a estar esperando o resignándose, o —la opción que suele presentarse como única salida sana— alguien va a tener que “abrir la pareja”.

Pero este planteo no solo simplifica las cosas, también las distorsiona. Porque parte de una idea equivocada: que el conflicto se trata de “tener o no tener ganas”. Que lo que diferencia a una persona alosexual de una persona asexual es la cantidad o frecuencia de deseo sexual. Como si fuese un tema de intensidad. Como si el deseo fuese una sustancia regulable.

Pero no es ahí donde está el eje.

La diferencia entre una persona alosexual y una persona del espectro asexual no pasa necesariamente por cuánta actividad sexual desea, sino por cómo experimenta (o no) la atracción sexual.Una persona asexual puede tener deseo sexual. Puede excitarse, masturbarse, disfrutar de ciertas (y muchas!) prácticas sexuales. Lo que tal vez no experimente es atracción sexual hacia otres, o no de forma espontánea, o no como parte constitutiva de sus vínculos, o no con la frecuencia que se espera, o no del modo que exige la norma.Y lo contrario también es cierto: una persona alosexual puede tener deseo sexual frecuente, esporádico o nulo, dependiendo de muchos factores. El cuerpo, el contexto, el estado emocional, el vínculo. El deseo no es una constante, ni una prueba de amor, ni una garantía de salud.

Y sin embargo, la narrativa dominante sigue diciendo lo contrario.


El deseo como deber, el sexo como prueba

Vivimos en una cultura donde se espera que todas las personas experimenten atracción sexual, y que esa atracción derive en deseo, y que ese deseo se traduzca en práctica sexual. Y si nada de eso sucede, algo “anda mal”.

Hay una idea persistente —y poco cuestionada— de que el deseo sexual debe ser espontáneo, constante, activo. Que si amás, deseás. Que si no deseás, no amás. Que si deseás poco, algo se rompió. Que si no deseás nunca, tenés un problema.

Y ahí es donde las personas del espectro asexual (y también muchas que no lo son) quedan atrapadas en una narrativa que las patologiza. Se las acusa de frías, de desconectadas, de no saber querer. O se asume que están “bloqueadas”, que “algo traumático les pasó”, que “no descubrieron todavía lo que les gusta”.

En el otro extremo, también hay una carga para quienes sí experimentan deseo con más frecuencia: se espera que lo inicien, que lo sostengan, que lo expresen, y que lo vivan sin dudas ni pausas. Porque hay un ideal de sexualidad activa, dispuesta, siempre disponible.

Cuando estas dos posiciones conviven en un vínculo, el riesgo es que se instale la jerarquía: el deseo vale más que el límite. El malestar por “no tener” pesa más que el derecho a no querer.

Y ahí, muchas veces, empiezan los conflictos disfrazados de negociaciones. Las charlas que se vuelven reproche. Las caricias que se vuelven presión. Las ganas que se convierten en prueba de afecto. Y la culpa que aparece disfrazada de responsabilidad vincular.


¿Es el sexo una necesidad vital natural?

Una de las ideas más repetidas en estos contextos es que el sexo es una necesidad “natural”. Que todes tenemos un impulso sexual “biológico” que, si no se canaliza, enferma. Que el sexo es vital, como el alimento o el sueño. Y que si no lo ejercemos, algo en nosotres queda incompleto o en disfunción.

Pero lo que se llama “natural” casi nunca lo es. Es cultural, histórico, normativo.

Cuando alguien dice que el sexo es una necesidad vital, lo que está repitiendo —a veces sin saberlo— es una lógica biologicista que pone a la práctica sexual en el centro de la existencia humana. Y no cualquier práctica: el sexo entendido como coito, como penetración pene-vagina o una forma que se le asemeje. Genital, binario, centrado en el orgasmo, jerarquizado por la reproducción.

La supuesta necesidad natural del sexo tiene raíces en el mandato reproductivo. En la lógica de la especie, de la función biológica, de la salud normativa. Aunque sepamos que la reproducción no necesita del sexo, y que el sexo que se practica no suele tener como fin la reproducción, la narrativa de lo “vital” persiste.

Y lo hace de manera selectiva: hay placer que es legítimo y otro que no.

Hay formas de vincularse que “cuentan” y otras que parecen insuficientes.

Hay orgasmos que validan una experiencia sexual y otros que se descartan.

Hay cuerpos que pueden no desear sin ser cuestionados (personas discas, personas pobres, cuerpos enfermos), y cuerpos a los que el no-deseo les cuesta la identidad completa.

Entonces no, el sexo no es una necesidad vital en términos universales.

No es un derecho que puede exigirse. No es una deuda que le debés a tu pareja.

No es una medida del amor ni de la salud.


¿Cómo puede funcionar una pareja alo/ase?

Desde afuera, muchas personas ven este tipo de vínculos como imposibles.

Pero funcionan, y no por sacrificio o resignación, sino porque hay otras formas de construir lo común.

Para que una pareja con diferencias en la atracción sexual funcione, no se trata de que una parte “aguante” y la otra “negocie”, sino de construir algo que no se base en fórmulas prestadas. Que no arranque desde la culpa ni desde el “a ver cuánto estás dispueste a ceder”.

Algunas claves:

– Reconocer que ambas experiencias son válidas.El deseo no vale más que el límite. La atracción no es más verdadera que la no atracción. La prioridad no es quién tiene razón, sino cómo se puede cuidar el vínculo sin que nadie se desdibuje.

– Nombrar lo que se espera de una pareja. ¿Qué significa “estar en pareja” para cada quien? ¿Hay expectativa de sexo? ¿De convivencia? ¿De exclusividad? ¿De romanticismo? A veces el conflicto no es sexual sino de modelo impuesto.

– Conversar sin defensas. El deseo, el placer, la disponibilidad, el cansancio, el trauma, la historia personal... nada de eso se resuelve con una sola charla. Hay que poder volver sobre los acuerdos, ajustar lo que ya no sirve, afinar lo que duele.

– Cuidar otras formas de intimidad no genital. Muchísimas personas asexuales disfrutamos del contacto físico, de las caricias, los abrazos, las miradas largas, los gestos, las palabras, los besos suaves, los besos profundos. Lo no genital también puede ser sexual. Y para muches, también es erotismo.

– Explorar acuerdos no tradicionales. Hay quienes deciden abrir la pareja. O separar el sexo del afecto. O crear nuevas formas de encuentro que no se parezcan a nada conocido. Lo importante no es la forma, sino que el acuerdo no sea un sacrificio encubierto.

– Y sobre todo: revisar los mandatos. Ningún vínculo se sostiene sin deseo compartido. Pero ese deseo puede tomar muchas formas. No tiene por qué ser genital, no tiene por qué ser frecuente, no tiene por qué parecerse al que muestran las películas o los manuales.


No hay fórmula. Hay cuidado.

No todos los vínculos tienen que durar [mucho] para ser válidos. O “exitosos”.

No todos pueden encontrar un punto de encuentro.

Pero sí es posible dejar de pensar que si dos personas no coinciden en sus formas de desear, una de ellas está fallando.

Hay vida (y vínculo) más allá del coito.

Hay amor más allá del deseo sexual.


Y hay deseo más allá del mandato.

Pero para ver eso, primero hay que dejar de llamar “natural” a lo que siempre fue norma.

 

 
 
 

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